Hacía poco que me había leído Jurassic Park, pese a tenerlo en la estantería acumulando polvo desde que salió la película. Y me había entrado el gusanillo “Paleofreak”. Así que comencé a engullir todo tipo de información relacionada con la prehistoria. Desenterré mi vieja Enciclopedia Ilustrada de los Dinosaurios, me bajé todas las series de la BBC, caminando entre dinosaurios, caminando entre las bestias y caminando entre cavernícolas. Asalté la Wikipedia sediento de conocimiento, y cuando al fin me sacié, pasé al siguiente nivel. Sentí la necesidad de ver con mis propios ojos esos fósiles de los que tanto se ha escrito, la necesidad de conocer esos míticos restos.
Tenía que encontrar un museo de dinosaurios, uno como los de las películas, con huesos a punta pala y reconstrucciones espectaculares. Pero ¿dónde podía encontrar yo un museo de tales características? Nunca en la vida había visto algo de ese nivel. Como mucho un par de vitrinas con cuatro piedras en forma de concha, o unas presuntas herramientas del paleolítico. Nada de bestias feroces ni gigantes dinosaurios.
Me puse a husmear en Google, y al final decidí preguntar en un foro sobre paleontología. Me recomendaron un museo, uno que estaba bastante cerca de mi casa y que desconocía completamente. El Museo Geológico del Seminario de Barcelona. Y allá fui, pobre incauto, sin saber dónde me metía, sin saber el terror que me esperaba.
El imponente edificio que se erguía ante mi era una construcción singular que ya tenía vista. En pleno centro de Barcelona, se distinguía por poseer un pequeño jardín y una verja de entrada, algo poco común en esa zona. Me había llamado la atención tiempo atrás cuando me saqué el título de Auxiliar de Clínica Veterinaria en una academia a tan solo una manzana de distancia. Pero nunca reparé en que aquello fuera un museo.
Bajo el arco de la entrada principal un solitario centinela saboreaba un cigarrillo. Típico conserje español, hombrecillo de tez morena y camisa azul. Le pregunté cómo se llegaba al museo y me dijo que sólo había un camino posible, y que estaba indicado, así que ya lo encontraría.
El edificio era antiguo, de paredes muy gruesas y altísimos techos. Subí por una escalinata enorme de piedra blanca con un confortable pasamanos de madera barnizada. Me encontré caminando en la penumbra. No había ninguna lámpara, y la única fuente de luz que tenía era la escasa luminosidad que se colaba por la entrada, que a cada paso quedaba más lejana. En el piso de arriba me aguardaba una gigantesca puerta de madera oscura, estaba entreabierta, invitándome a cruzarla, o tal vez a dar media vuelta. De indicaciones nada, pero por lo que parecía sólo había un camino, y estaba decidido a llegar al final. Atravesé la misteriosa puerta y me quedé de piedra.
Ante mí se extendía un solemne claustro. El sol de invierno no se bastaba para iluminar todo lo que allí se hallaba, y las sombras se adueñaban de los rincones, ofreciendo refugio a los misterios que allí se ocultaban. Arcos, capiteles, columnas, y puertas. El silencio era absoluto. Ni una luz artificial, ni un rastro de vida humana. Me encontraba en un primer piso y podía ver desde mi posición las copas de los árboles que crecían en el patio interior, aparentemente los únicos habitantes de aquel extraño lugar.
A mi derecha, al final del sombrío corredor vislumbré un pequeño cartel en el que se veía escrita la palabra “Museo”. Pero allí no había nadie, ni una recepción, ni un visitante, ningún indicio de actividad, nada. Si aquello era un museo no lo parecía en absoluto. Por mi mente pasó la posibilidad de haberme confundido con los horarios, pero el tipo de la entrada no me advirtió de que aquello estuviese cerrado ni nada por el estilo. Según se indicaba, ésa era la entrada, una puerta parecida a las que tienen en las aulas en las escuelas, y como en ellas había una ventanilla de cristal en la parte superior, por la que se podía divisar el interior de la sala a la que daba acceso. Me asomé para mirar. Estaba a oscuras. ¿Se suponía que eso era un museo? Se podían distinguir montones de vitrinas llenas de cositas. Estaba claro que mis ojos contemplaban lo que debía de ser el museo, pero nunca hubiese imaginado encontrármelo de ese modo.
En aquel momento de duda desearía haberme dado la vuelta y volver por donde había venido. Desearía no haber sido tan temerario. Porque sólo cinco minutos mas tarde estaría arrepintiéndome como un condenado de no haber marchado, cuando tuve la oportunidad, de aquel oscuro lugar en el que nunca, nunca jamás debí haberme aventurado. Pero de no haber entrado por esa maldita puerta ahora no estaría relatando esta historia.
Encontré un interruptor cerca de la entrada y encendí las luces. Los fluorescentes parpadearon, desperezándose como osos polares al ocaso del invierno ártico.
Contemplé entonces la sala. Estaba repleta de muebles de madera con ventanillas de cristal. Y en el centro una gran vitrina exponía unos enormes huesos.
Alcé la voz para anunciar mi presencia – ¿Hola? ¿Hay alguien? – Y al fin encontré las primeras señales de vida. Por una puerta al otro lado de la sala apareció un hombre muy anciano vistiendo una bata blanca de científico. Me miró sorprendido, como si fuera el primer ser humano que veía en años, o siglos.
Hola, buenas tardes – Le dije – Venía a visitar el museo. ¿Está abierto?
Me miró fijamente con unos enormes ojos azules cristalinos, y tras un instante habló.
¿Viene a visitar el museo? Sí, está abierto. – No sabía porqué, pero en aquel momento sentí una gran desesperanza al oír esas palabras.
Pensé que estaría cerrado ya que la luz estaba apagada y no veía a nadie por aquí – Dije sonriendo nerviosamente.
¿Es geólogo? – Me preguntó de golpe.
No, no soy geólogo, – Respondí – sólo soy un aficionado a la paleontología, bueno, de hecho estoy estudiando biología. – Aquello me había pillado por sorpresa.
Me preguntó en qué universidad estudiaba, me preguntó dónde vivía, me preguntó muchas cosas, escribió mi nombre en un cuaderno y cuando pareció haber terminado el interrogatorio me condujo hacia una pared llena de mapas y retratos. La visita guiada había comenzado. ¿Pero qué estaba pasando? Yo sólo quería ir a un museo normal y corriente con personas mirando fósiles y pasear por ahí tranquilamente sin que nadie me interrogase ni me dijera dónde tenía que mirar. Pero eso no iba a ser posible.
Aquel hombre se volcó de inmediato en la visita, hablaba muy pausadamente, y me miraba a la cara después de cada frase, como comprobando mi reacción a sus palabras. Por cortesía tuve yo entonces que forzar una sonrisa permanente para disimular el desconcierto absoluto en el que me veía sumido en aquellos momentos. Y mientras me hablaba sobre unos fascinantes mapas geológicos, un nuevo personaje entró en escena. Desde la puerta por donde había salido aquel señor se escuchó una voz.
¿Quién es? ¿Es geólogo? – Inquirió. Un hombre de muy avanzada edad también.
No – Le contestó el otro. – Dice que estudia biología.
¿Biología? ¿Y para qué viene aquí? – Eso digo yo, quien me manda a mi venir aquí. Maldita sea la hora en que entré en ese foro.
Ha venido a visitar el museo. – Le contestó alzando la voz mientras seguía mirándome y devolviéndome la sonrisa.
¿El museo? – Exclamó – Si le interesa la biología podría ir a otros sitios, no sé porqué ha de venir aquí. – Dijo malhumorado. – ¿Biología? – Siguió refunfuñando cosas inteligibles mientras andaba agitado por la sala haciendo ver que buscaba algo. Hasta que en algún momento, tal como vino se fue.
El primero cambió de tema y me habló sobre la fundación y la historia del museo. Me mostró unos óleos en los que se representaba a unos señores vestidos como… vestidos como ¿Curas? Entonces reparé en que allí también había una imagen de la virgen, y un cristo. – ¡La virgen! – Pensé. Entonces comencé a relacionarlo todo. Un edificio antiguo sin luz artificial, un claustro como los de los monasterios, coleccionistas de piedras hostiles hacia la biología, retratos de curas, imágenes religiosas… ¿Dónde me he metido?
Sus palabras se perdieron entonces en el tiempo, y su estéril discurso se estrelló contra mi hipócrita expresión facial, causándome el mismo efecto que el sedante zumbido de un motor fuera borda. Así me quedé, ensimismado, encerrado en mi propia cabeza, discutiendo conmigo mismo, maldiciéndome por haber sido tan estúpido. Hasta que llegó la pregunta clave, la guinda del pastel, el broche de oro.
¿Has leído la Biblia? – Me preguntó. Y aquellos ojos cristalinos de azul intenso me taladraron el cerebro provocándome un escalofrío.
Miré hacia la puerta por la que había entrado, la única salida. Fantaseé por un instante con el dulce sueño de la libertad. Salir corriendo sin mirar atrás. Pero eso sería tremendamente irrespetuoso y maleducado. Lamentablemente yo no soy capaz de tal hazaña. Así que me limité a contestar la pregunta y a hacer frente a lo que viniese después.
Sí, bueno, más o menos, hace mucho tiempo. – Conseguí decir.
Dentro de La Biblia se encuentran diversos libros. – Me dijo con una enigmática sonrisa. – El primero de ellos es El Génesis, donde se explica la creación del mundo en siete días. – Me volvió a clavar la mirada, como para evaluar mi reacción a sus palabras. Y dudo que fuera ya en esos momentos capaz de controlar una evidente mueca de perplejidad total.
Pero el anciano prosiguió. – Bien, pues al parecer fueron algo más de siete días, o por lo menos así lo evidencian todos estos fósiles. – Vaya, un rebelde. Al parecer no iba a tener que asentir y tragarme toda La Biblia entera. Eso le quitaba algo de tensión al asunto. Por primera vez sonreí sinceramente.
Después de ese instante de complicidad procedió a mostrarme la colección de fósiles. Menos mal, pensé, ya había pasado la peor parte. Ahora vería las malditas piedras por las que había pasado por todo aquello y me iría a casa a contárselo a alguien. Pobre infeliz, la visita no había hecho más que empezar.
El buen hombre me guiaba de fósil en fósil con gran decisión. La encorvada figura blanca recorría la sala lentamente, y a cada parada un nuevo desafío. Hablaba con suma dificultad, hacía muchas pausas para tomar aire. Yo comencé a sufrir por su salud. Aquel señor estaba haciendo un gran esfuerzo. Me hacía saber la datación de cada fósil, a qué período pertenecía, me nombraba la especie, y a menudo se entretenía hablando sobre la familia, el orden o el género en el que se incluía.
Llegó un momento en el que dejé de entender lo que decía, como si hubiese comenzado a hablar en otro idioma. No se si por lo mucho que le costaba vocalizar o porque realmente se puso a hablar en latín. A veces hacía pausas tan largas que parecía haberse quedado dormido. Supongo que estaría haciendo esfuerzos por recordar cosas. Se quedaba extasiado, mirando al vacío con la boca entreabierta. Parecía que en cualquier momento se le fuera a caer la mandíbula al suelo.
La colección era realmente extensa. Entre los fósiles que me presentó llamaron especialmente mi atención un esqueleto completo de dinosaurio, un mastodonte bastante grande y un impresionante diente de megalodón.
Y así llegamos al final de la ruta. Me apeé pues de ese autobús sin ruedas en la última estación. Le pagué los dos euros de la visita guiada y tres más de propina. Le di las gracias y me despedí de él.
Cuando ya me iba, de vuelta por el oscuro claustro, volví la cabeza para mirar atrás, y de nuevo lo vi. Allí seguía aquel hombrecillo encorvado, mirándome con aquellos enormes ojos cristalinos y con aquella enigmática sonrisa. Adiós.
Esta historia es verídica, aunque en realidad no fui solo al museo, me acompañó un amigo que flipó tanto como yo.
Está especialmente dedicada a El PaleoFreak y a todos los asiduos de su blog.
Publicado en Historias reales
Etiquetas: geología, Museo, paleofreak, paleontología
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