La Cucaracha.

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Henry Johnson nunca asistió al nacimiento de ninguno de sus tres hijos, siempre dio gracias a Dios por no haberlo hecho.

El primero de ellos fue varón. Un niño fuerte, alegre y travieso. Luego vino una niña preciosa, de rubios cabellos y sonrisa angelical. Pero lo que ocurrió con el tercero jamás lo hubiese imaginado, ni en sus peores pesadillas.

Cuando Henry llegó al hospital fue recibido calurosamente por su cuñado Albert, el hermano de su mujer, quien le felicitó por el nacimiento de su tercer hijo. Le dijo que el parto había ido bien, que el bebé era niño y que su hermana estaba perfectamente.

Entró en la habitación y vio a su mujer en la cama, estaba radiante. Pero lo que tenía entre sus brazos le provocaría un shock del que jamás llegaría a recuperarse.  Aquello no era un bebé, ni siquiera era humano. Lo que su mujer sujetaba cariñosamente entre sus brazos era una cucaracha. Una cucaracha enorme. Una cucaracha de tres kilos.

Henry cayó de rodillas y vomitó al instante. Sus suegros acudieron de inmediato para asistirle. Lo llevaron a los aseos, y llamaron a una enfermera para que limpiase el suelo de la habitación. Una vez recuperado el aliento, Henry les preguntó si se trataba de algún tipo broma pesada, pero sus suegros, perplejos, no entendieron a qué se refería el hombre. Para ellos todo había salido a pedir de boca y el bebé se encontraba perfectamente sano.

Se lavó la cara con agua fresca, se secó con la manga de la americana y volvió decidido a la habitación, seguro de que los nervios le habían jugado una mala pasada.

Pero cuando entró, otra vez volvió a ver a aquella horrible cucaracha. Estaba mamando del pecho de su mujer. El repugnante insecto se aferraba fuertemente al seno desnudo de su madre, con las seis patitas, y sus asquerosas antenas, largas como un día sin pan, se movían frenéticamente sobre la rosada piel de Martha, mientras un hilo de la blanca leche materna se derramaba sobre el reluciente caparazón.

Henry se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en una silla de ruedas, y una enfermera le tomaba el pulso. Él la agarró del brazo y le dijo que su hijo era una cucaracha. La enfermera, indignada, le reprendió por hablar así de su pobre hijo. Y a ella se le sumaron sus suegros y su cuñado.

¿Es que no se daban cuenta de que aquello no era un bebé? ¡Era una asquerosa cucaracha gigante!

Ben, su suegro, un hombre hecho y derecho por el que siempre había sentido un gran respeto e incluso admiración, le puso la mano en el hombro y le pidió que se calmara, que tuviera paciencia y que pensara que no todas las personas son iguales. Le dijo que hay que ser más tolerantes, que su hijo tal vez era algo peculiar, pero que hay que aceptar a las personas tal y como son. Le dijo que Dios los había bendecido con un tercer nieto, fuerte y sano, y que debería de estar orgulloso.

Para Henry, nada de eso tenía sentido alguno. Se habían vuelto todos locos. Su hijo era una cucaracha, y él era el único que parecía haberse dado cuenta de ello.

Pasaron los días, semanas, meses y años. Y la cucaracha, que ahora se llamaba Michael, creció y creció hasta convertirse en un magnífico monstruo de ochenta kilos. Henry experimentó lo que realmente significaba la palabra soledad. Durante años vivió aislado en sus pensamientos, al margen del resto del mundo. Al principio pensaba que todo era una broma, que no podía ser. Luego se dio cuenta de que la gente estaba realmente chiflada.

Se preguntaba cómo podía ser que todo el mundo tratase a ese bicho como si fuera una persona. Tenía seis patas, tenía antenas que se movían de un lado a otro, tanteando el suelo como un par de gusanos hambrientos. Se arrastraba sobre su vientre, comía en el suelo y no hablaba. Era una cucaracha gigante y a nadie parecía importarle.

Trató de demostrarle a su mujer que Michael no era humano, que era un insecto. Pero sus argumentos solo le costaron dolorosas discusiones. Cada vez que insinuaba algo sobre el tema, Martha montaba en cólera y defendía a su hijo a capa y espada. Henry pasó entonces a ser la oveja negra de la familia; un padre que no quería a su hijo, un hijo de puta intolerante, un nazi.

A nadie le importaba que Michael fuera de aquella manera. Nadie se horrorizó cuando lo encontraron, a los ocho años, en el suelo de la cocina dando buena cuenta del cadáver de su viejo perro Arnold. Y nadie sospechó cuando desapareció el hamster de su hermana. Michael tuvo una vida bastante normal. Había fotos de su primera comunión en el salón de su casa. En el colegio le aprobaban las asignaturas, pese a que ni siquiera podía escribir. Jugaba a fútbol con sus amigos. Incluso se sacó novia a los dieciséis años.

A Henry se le caía el alma al suelo cada vez que veía a aquella dulce adolescente de cabellos cobrizos subir por las escaleras, detrás de la podrida cucaracha, para meterse en su habitación durante horas. Se removía en su sillón preguntándose qué hacían tanto rato allí encerrados. Una preciosidad de chica, con la carita salpicada de graciosas pecas, metida ahí dentro con un bicho repugnante que ni siquiera hablaba. Henry se imaginó al enorme artrópodo tendido entre las delgadas piernas de la joven, agitando su blando abdomen con lujuria. Insoportable.

Desde entonces Henry bebió todos los días, cada vez más. Se convirtió en un zombie. Y un día lo echaron del trabajo por agredir a un cliente.

Totalmente desquiciado, Henry se recluyó en su habitación durante días. Su mujer, Martha, intentó hacerle salir por las buenas, hasta que amenazó con el divorcio.

El pobre Henry ya había tenido suficiente. Decidió poner fin a su vida y a su sufrimiento. Desde hacía ya muchos años vivía en la más profunda de las soledades, y nunca llegó a acostumbrarse.

Acudió al botiquín y cogió de él un frasco de relajantes musculares. Se lo tomó entero. Aquello debería ser suficiente. Se estiró en el suelo del lavabo y aguardó la muerte.

Pasados  unos minutos, Henry abrió los ojos. Seguía aún vivo, en el suelo del lavabo. Se sobrecogió al ver a la cucaracha, que estaba a sus pies, justamente delante suyo, mirándole directamente a los ojos. Intentó levantarse, pero no podía moverse, estaba paralizado.

Entonces la cucaracha empezó a comerse su carne. Él no sentía absolutamente nada de dolor, solamente un pequeño hormigueo, mientras el gigantesco insecto le devoraba los pies, royéndole los huesos y tendones con sus negras fauces. Henry vio cómo se le comía las piernas, y cómo se daba un festín con sus tripas.

Podría haber gritado, e intentar así salvarse de tan horrendo final. Pero ya nada importaba. En lugar de eso, Henry cerró los ojos y rezó por su alma. Cuando los volvió a abrir, la cucaracha ya se estaba comiendo su cara.

Este es un relato de invención propia que se me ocurrió un día en el metro, hace ya muchos años. Se lo dedico a mi amigo Luah, quien me dijo que le recordaba a La Metamorfosis de Kafka, que por cierto ya he leído.

~ por Hexo en May 23, 2009.

10 respuestas to “La Cucaracha.”

  1. El final me mola bastante, good jobzor.

    • Gracias buze, la verdad es que no acabo de estar totalmente orgulloso del final.

      Podría haberlo hecho mejor, haciendo pasar a Henry por una fase en la que él llegue a creerse realmente el problema. Su mujer lo convence de que necesita ir a un psicólogo para tratar de comprender a los demás, dejar de ver a su hijo como una cucaracha y aceptarlo de una vez. Pero sin éxito, ya que en realidad Henry está cuerdo y Michael es realmente una asquerosa cucaracha. Pero creo que esta parte me la puedo saltar, ya que no sería más que paja…

  2. Impactante… desde el primer momento que he leído cucaracha me he quedado bastante perplejo y ha sido continuo hasta el final del relato. Creo que es más difícil estar consciente mientras te comen la cara que tener una cucaracha como hijo.

    Good job.

  3. Me aprece una historia de una intensidad descomunal, que realmente hace que nadie quede indiferente al leerla. Buen trabajo mostrando hasta que limites enfermizos llega la tolerancia en la sociedad actual de putas y maricones.

    • Gracias Bafo por comentar. Me alegra que hayas captado el mensaje real del texto. Por suerte, la sociedad aún no ha llegado a tal punto, y espero que no llegue nunca.

      Pero aún más allá de una crítica a la sociedad actual, pretendía crear una metáfora que represente la horrible sensación de soledad que produce la incomprensión de la mayoría hacia lo que para nosotros pueda resultar tan obvio como que nuestro hijo sea una cucaracha.

  4. Hola Hexo,

    no habías dicho que tú también dedicabas parte de tú tiempo a la escritura. Ahora nos podemos llamar «colegas» ;)

    La Cucaracha me ha parecido un gran relato, tanto como la Metaformosis de Kafka. De hecho, diría que los dos (Kafka y tú) queríais expresar lo mismo, al menos de forma parecida. Aunque nunca hayan faltado interpretaciones de lo más diverso en cuanto a lo que quiso decir Kafka con su relato.

    Deberías leer La Metamorfosis sólo por curiosidad.

    Saludos.

    • Hola KC, muchas gracias por comentar.

      La verdad es que me gustaría dedicarme a escribir mucho más de lo que en realidad hago, pero a pesar de que ideas no me falta, las palabras no me sobran, y en la práctica soy demasiado torpe.

      Por cierto, hoy estreno blog nuevo, sobre animales. Te invito a visitarlo y comentar.

      Saludos.

  5. Jo, impresionante, cuando necesite un relato de terror ya sé adonde acudir XD.

    ¡No sabía que escribieras tan bien Hexo!